A mi padre no le hace la menor gracia. Sale de casa hecho una furia. El equipo cuenta conmigo, le digo yo.
Ella suspira. Creo que puedo jugar. Ponte el equipo. Ya conoces a tu padre. No le hacen falta motivos para enfadarse. Tras un rato corriendo por el campo, noto que tengo la pierna bien. No me duele. Es asombroso. Estamos juntos en esto. De pronto alzo la vista y veo a mi padre. Ahora habla con el entrenador. Ahora le grita al entrenador. Salgo corriendo del campo. Me la pongo y regreso junto a mi padre. Yo le suplico una segunda oportunidad. Le explico que no me gusta estar solo en una pista de tenis tan grande.
El tenis es un deporte solitario, le digo. No tienes donde esconderte cuando las cosas van mal. No hay banquillo, no hay banda, no hay esquina neutral. A Philly le faltaba el instinto asesino. Cuando mi padre habla de Philly, lo comenta siempre. Philly se limita a encogerse de hombros, lo que parece demostrar que, en efecto, carece de instinto asesino.
De todos modos, mi padre le dice cosas peores a Philly. Eres un perdedor nato, le dice. Soy un perdedor nato. Philly no se molesta en negarlo.
Si no eres perfecto, eres un perdedor. Un perdedor nato. Casi sereno. Por Dios, dijo, veo que al final lo entiendes. Si un contrincante me hace trampas, si se porta conmigo como Tarango, me pongo muy colorado.
Con frecuencia sirvo mi venganza durante el punto siguiente. Pero entonces llega mi padre. Interviene al momento, y ayuda a Philly a destrozar a Philly. Hay insultos, bofetadas. Por ello, y aunque tal vez sea un perdedor nato, yo lo veo como el mayor de los triunfadores.
Me siento afortunado de que sea mi hermano mayor. Philly y yo pasamos juntos todo nuestro tiempo libre. Yo duermo en el cuadrante derecho, y mi cama queda junto a la puerta. Se sincera conmigo, me cuenta sus dudas y sus decepciones. Sin embargo, de todas las cosas que preocupan a Philly, el gran trauma de su vida es su pelo. Andre, me dice, me estoy quedando calvo. Con todo, no va a perder el pelo sin presentar batalla. Yo rezo para que le funcione. Le suplico a Dios que mi hermano, un perdedor nato, no pierda al menos una cosa: el pelo.
Le miento y le digo que ya noto que su remedio da resultados. Una noche Philly me pide que le prometa una cosa. Lo que sea. Andre, tienes que escuchar bien lo que te digo. Es muy importante. Te oigo. Te escucho. Ya me da Excedrin, Philly. Pero las pastillas de las que te hablo son distintas. No te las tomes. Pase lo que pase. No puedo desobedecerle. Philly cierra los ojos. Veo que la sangre le va a la frente y se le pone morada. Ya lo tengo. Si tienes que tomar esas pastillas, si te obliga a tomarlas, juega mal.
Pierde estrepitosamente. Una droga. Porque lo hizo conmigo. Y, en efecto, cuando llega el campeonato nacional, que se celebra en Chicago, mi padre me administra una pastilla.
Abre la mano, me dice. Me coloca la pastilla en la palma de la mano. Es diminuta. Me la trago y me siento bien. No muy distinto. Pero finjo sentirme muy distinto. Mi rival, un chico mayor que yo, no me plantea la menor dificultad, y sin embargo me dejo ganar, pierdo puntos, le regalo varios juegos. No volveremos a intentarlo. He hecho lo que me dijiste, y ha funcionado. Antes de que empiece el partido, le pregunto por ella.
Lleva el pelo cortado a cepillo. Pero me parece vencible. Desde el principio veo lagunas en su juego, debilidades. Y gana el primer set. Que me atrinchere. Y gano el segundo set. Acaba de ganar el tercer set , y por tanto ha ganado el partido. Busco a mi padre en las gradas y veo que mira hacia abajo, preocupado. No te machaques. Hoy no has dado lo mejor de ti.
Hay algo raro en su cara. Y, el colmo, lleva un polo absurdo con un hombrecillo que Perry Rogers. Me concentro de nuevo en mi bolsa de deporte. No tardo en sentirme culpable. Ah, claro, por eso ha venido a hablar conmigo. Intenta acercarse a ella. Entre los adolescentes de Las Vegas circula un rumor.
Ve con cuidado. Perry va a por ti. El mejor. Coloco a Tami a mi izquierda, y reservo el de mi derecha. Entorna los ojos. Noto que mi amabilidad lo ha pillado con la guardia baja. Hola, Tami, dice, mirando a mi otro lado. Hola, Perry. Hola, Andre. Hacemos las paces. Perry, al parecer, es de los que salta como movido por un resorte.
En varias ocasiones me vuelvo hacia Tami y pongo los ojos en blanco. Pero no me burlo de sus reacciones en su cara.
Salimos del cine y decidimos que las palomitas y los refrescos no son suficientes. Perry se pide el suyo con cobertura de chocolate.
Nos comemos los donuts en el mismo mostrador y conversamos. Perry es buen conversador, de eso no hay duda. Parece un abogado ante el tribunal supremo.
Todos nos volvemos a mirar. De mi boca salen virutas de colores que son como confeti. Incluso el polo que lleva me resulta menos ofensivo. Le pregunto a mi padre si puedo quedarme a pasar la noche en casa de Perry. De ninguna manera, responde.
No conoce de nada a la familia de Perry. Mi padre sospecha de todo el mundo, especialmente de los padres de nuestros amigos. Sencillamente, invito a Perry a dormir en nuestra casa. Perry se muestra extremadamente educado con mis padres. He conseguido una copia en beta de El exorcista. Cuando, en casa, todos se han acostado ya, metemos la cinta en el reproductor.
Su padre, me dice, es un ogro, un tirano, un narcisista Es la primera vez que oigo esa palabra. Me suena de algo. Yo no he cuestionado nunca el amor de mi padre. Tal vez entonces no me controlara tanto, tal vez me dejara tomar mis propias decisiones.
Lo entiende perfectamente. Le cuento que juego al tenis a pesar de que odio el tenis. Que odio la escuela a pesar de que me gustan los libros. Que me considero una persona con suerte por contar con Philly, a pesar de su racha de mala suerte. Analiza, plantea estrategias, sugiere cosas, me ayuda a idear planes para mejorar las cosas.
Perry se sincera conmigo sobre su nariz y su boca. Yo le digo que no se le nota tanto. Y murmura algo sobre que su padre le echa la culpa de ello. Hablamos de los hombres que seremos una vez que nos libremos de nuestros padres. Pactamos que nunca consumiremos drogas ni beberemos alcohol. Y nos juramos que cuando seamos mayores haremos todo lo que podamos por ayudar al mundo. No tiene nunca un centavo. Todo lo que hacemos lo pago yo. Pero no me importa. Nos encontramos cada tarde en Cambridge.
Los Chipwiches son unos helados entre galletas, una especie de bocadillos de helado, que Perry ha descubierto hace poco: helado de vainilla entre dos galletas blandas con trocitos de chocolate.
Es capaz de dedicar una hora entera a cantar las excelencias de un Chipwich y, al mismo tiempo, un Chipwich es una de las pocas cosas capaces de hacerle callar. Mierda, Andre. Miro hacia el otro lado de la calle y veo dos coches que avanzan hacia Cambridge: un Volkswagen y un Rolls-Royce descapotable. No -insiste Perry-. Vamos, vamos. Nunca me lo has preguntado. Es superrico. Es Richie Rich. Vende «aire», dice Perry. No dejo de volver la cabeza de un lado a otro.
Lo he hecho yo, dice Perry. Cuando, al poco tiempo, visito al dentista, arranco todas las portadas de Sports Illustrated que encuentro en la sala de espera y me las meto bajo la chaqueta. Estoy suscrito. Lo siento. Somos inseparables. Por eso se queda destrozado al saber que voy a ausentarme durante un mes, para jugar una serie de torneos en Australia.
Pero no tengo alternativa. Mi padre. Pero, para que Perry no se sienta tan mal, le quito importancia al viaje. Y que nos daremos un banquete de Chipwiches.
Me acerco al adulto del grupo y me presento. Es mi entrenador. Mi primer entrenador de verdad. Agassi, dice. Jugaremos cinco torneos en cinco ciudades distintas. Pero hay buenas noticias, prosigue el entrenador. Gano mi primer torneo, en Adelaida, sin dificultades, y en el autocar de regreso el entrenador me alarga una Foster helada. Pienso en Perry y en nuestro pacto. Pero la cerveza se ve tan fresquita, tan refrescante A la mierda. Doy un sorbo. Me la bebo de cuatro tragos y me paso el resto de la tarde luchando contra mi sentimiento de culpa.
Gano tres de los siguientes cuatro torneos. Otras tres cervezas. Perry y yo recuperamos de inmediato nuestras rutinas de siempre. Largas conversaciones. Purple Rain. Le doy un golpecito en el hombro y le pido que se quite los auriculares. He roto nuestro pacto.
Bajo la mirada. Perry medita. Bueno, dice. Me imagino que eso significa que me quedo solo. Pero, al cabo de unos minutos, le pica la curiosidad. Vuelvo a disculparme, pero no tiene sentido fingir que tengo remordimientos. No como mi padre ni como el suyo, sino como uno de esos padres que salen por la tele. Parece como si en vez de ir vestido con la ropa que tiene puesta debiera llevar una chaqueta de punto y fumar en pipa.
Me doy cuenta de que el pacto que Perry y yo sellamos, en el fondo, era una promesa de convertirnos el uno en el padre del otro. De criarnos mutuamente. Mi padre me acorrala en la cocina. Dice que tenemos que hablar. Tal vez se haya enterado de lo de la cerveza. Me pide que me siente a la mesa. Nos separa un puzle a medio terminar. Empieza a hablarme de un reportaje que ha visto hace poco en «60 Minutos». Ya has derrotado a todos tus contrincantes locales.
No quiere repetir los errores que ha cometido con mis hermanos. Y por eso me destierra. Yo ya como, duermo y bebo tenis. En ti. Buscaremos la manera. No quiero ir. Intento ver el lado positivo. Cualquier cosa se puede soportar durante tres meses. Tal vez sea como Australia.
Tal vez sea divertido. Tal vez haya ventajas imprevistas. Tal vez me sienta integrante de un equipo. Hay un colegio en el pueblo de al lado, responde mi padre. Suena agotador. Me organizan una fiesta de despedida en Cambridge. Perry parece a punto de suicidarse. Mi padre parece dubitativo.
Estamos todos de pie, comiendo tarta. Todo el mundo me da palmaditas en el hombro y me dice que me lo voy a pasar genial. Estoy impaciente por relacionarme con esos chicos de Florida. No como. No quiero irme de mi casa, separarme de mis hermanos, de mi madre, de mi mejor amigo. A pesar del dolor que mi padre me ha causado, en mi vida la constante ha sido su presencia. Me siento abandonado. Mi padre me lleva al aeropuerto. Perry ocupa su lugar. No deja de hablar durante todo el camino.
Nos escribiremos cartas, postales. Tal vez incluso vaya a visitarte. A medida que el sol se oculta tras las zonas pantanosas, como de tinta espesa, la temperatura cae en picado. Intento cubrirme con mi camiseta. En la sala de estudio, me responde. Es la hora que media entre el estudio y el momento de acostarse.
Yo apoyo la espalda en la pared y recorro la sala con la mirada. Reconozco algunas caras, entre ellas un par del viaje a Australia.
Los chicos son de todos los colores, de todas las edades, y de todos los rincones del mundo. Intento concentrarme en el partido de ping-pong. Incluso en eso me siento desplazado. En mi ciudad, nadie me ganaba a ese ping-pong de juguete. Tres meses, me digo. A la gente le gusta decir que la Academia Bollettieri es como un campamento militar, pero en realidad es como un campo de prisioneros glorificado.
Bien, en realidad, no glorificado en absoluto: comemos rancho -carne de color indefinible, guisos gelatinosos y una especie de engrudo gris vertido sobre el arroz- y dormimos en unos camastros endebles que se alinean junto a las paredes de contrachapado de nuestros barracones de estilo militar. Casi nunca abandonamos el recinto, y tenemos muy poco contacto con el mundo exterior. El blanco pronuncia un insulto racista y se va. Suelen ser cosas menores, se burlan el uno del otro, se dedican a chincharse, hasta que uno de los dos sube su apuesta.
Le gusta tocar los tambores que le han enviado sus padres. Jim Courier. De Florida. Dec 17th, Not a member of Pastebin yet? Sign Up , it unlocks many cool features! Play Solido new songs and download Solido MP3 songs and latest music album online on.
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